“Pelear un tiempo, pelear un lugar” Lili
Uno de los mayores conflictos que encontré al llegar a Portugal desde Mozambique fue la manera en que el tiempo es otorgado o destinado al extranjero. Noté que, simbólicamente, mi tiempo era un tiempo de segunda, que valía menos que el tiempo de los cuerpos blancos.
Al hacer la compra, al ir al banco, en la administración, e incluso al ir a la universidad, sentí que el hecho de ser extranjera predisponía ya una manera de tratarme, aunque respetuosa, siempre desde una distancia infranqueable.
Recuerdo lo difícil que se me hizo llegar a quedar con mis compañeros de clase por vez primera. Sí, hay un gran respeto al “extranjero”, hay numerosas expresiones que se usan y se limitan para no resultar ofensivo, y considero que, como el lenguaje ya en sí está colonizado, atravesado por el poder, este es un ejercicio democrático.
Pero al mismo tiempo, hay una minimización en el trato que te hace sentir, al menos a menudo, que tu tiempo es menos importante. Lo que significa que en cierta medida tu subjetividad está confiscada, cerrada, no puedes llegar a expresarte o al menos al mismo nivel que desearías.
Hay una gran objetualización del cuerpo no blanco, e incluso del cuerpo no blanco femenino. Con frecuencia todos te saludan, incluso te preguntan qué tal, pero apenas he encontrado oportunidad de iniciar una relación continuada, o de simplemente tomar un café.
Después de un año en Portugal, he conocido personas de todo el mundo con la que tengo una relación muy cercana, y tengo amigos portugueses, pero considero que a rasgos generales, estos han necesitado más tiempo que el resto para llegar a iniciar una relación continuada.
No considero que realmente esto sea malo, pero a veces no dispones de tanto tiempo –sobre todo cuando vas a pasar una estancia de estudios fuera de casa, como es mi historia–, y cuando estás solo, en un nuevo país, necesitas el abrigo de sentirte acogida, no solo de vez en cuando, sino de manera cotidiana.
Noto que solo por mi color de piel ya estoy en una categoría en la que se presuponen una serie de rasgos por defecto que no me van a dejar paso a enunciar mi propia palabra. Que en general no me van a llegar a conocer realmente. Y esto resulta muy frustrante. No es algo que yo sola haya vivido, sino muchas amigas de Mozambique, con lo cual tristemente al final quedamos abocadas a los guetos.
Es por tanto que mi relación con este país es ambigua, por un lado me siento acogida y respetada en la universidad –algo que a veces en otros lugares no he sentido– pero por el otro percibo que esta hospitalidad no deja lugar a ir un poco más allá, a iniciar una relación de amistad.
Aunque la amistad requiere tiempo, confianza, costumbre, es importante estar lo suficientemente abierto para dejar paso a nuevas personas en tu vida –nunca sabes cuando tú serás el extranjero–, y tristemente no lo he encontrado a nivel general en mi estancia en Lisboa.
En consecuencia, considero que ser extranjero y no blanco es una constante pelea por hacer de tu nuevo lugar un hogar.
Al hacer la compra, al ir al banco, en la administración, e incluso al ir a la universidad, sentí que el hecho de ser extranjera predisponía ya una manera de tratarme, aunque respetuosa, siempre desde una distancia infranqueable.
Recuerdo lo difícil que se me hizo llegar a quedar con mis compañeros de clase por vez primera. Sí, hay un gran respeto al “extranjero”, hay numerosas expresiones que se usan y se limitan para no resultar ofensivo, y considero que, como el lenguaje ya en sí está colonizado, atravesado por el poder, este es un ejercicio democrático.
Pero al mismo tiempo, hay una minimización en el trato que te hace sentir, al menos a menudo, que tu tiempo es menos importante. Lo que significa que en cierta medida tu subjetividad está confiscada, cerrada, no puedes llegar a expresarte o al menos al mismo nivel que desearías.
Hay una gran objetualización del cuerpo no blanco, e incluso del cuerpo no blanco femenino. Con frecuencia todos te saludan, incluso te preguntan qué tal, pero apenas he encontrado oportunidad de iniciar una relación continuada, o de simplemente tomar un café.
Después de un año en Portugal, he conocido personas de todo el mundo con la que tengo una relación muy cercana, y tengo amigos portugueses, pero considero que a rasgos generales, estos han necesitado más tiempo que el resto para llegar a iniciar una relación continuada.
No considero que realmente esto sea malo, pero a veces no dispones de tanto tiempo –sobre todo cuando vas a pasar una estancia de estudios fuera de casa, como es mi historia–, y cuando estás solo, en un nuevo país, necesitas el abrigo de sentirte acogida, no solo de vez en cuando, sino de manera cotidiana.
Noto que solo por mi color de piel ya estoy en una categoría en la que se presuponen una serie de rasgos por defecto que no me van a dejar paso a enunciar mi propia palabra. Que en general no me van a llegar a conocer realmente. Y esto resulta muy frustrante. No es algo que yo sola haya vivido, sino muchas amigas de Mozambique, con lo cual tristemente al final quedamos abocadas a los guetos.
Es por tanto que mi relación con este país es ambigua, por un lado me siento acogida y respetada en la universidad –algo que a veces en otros lugares no he sentido– pero por el otro percibo que esta hospitalidad no deja lugar a ir un poco más allá, a iniciar una relación de amistad.
Aunque la amistad requiere tiempo, confianza, costumbre, es importante estar lo suficientemente abierto para dejar paso a nuevas personas en tu vida –nunca sabes cuando tú serás el extranjero–, y tristemente no lo he encontrado a nivel general en mi estancia en Lisboa.
En consecuencia, considero que ser extranjero y no blanco es una constante pelea por hacer de tu nuevo lugar un hogar.