Compañía, Navidad José Luis Panea

El color. La piel. La piel es una frontera, y su color la designa, la contiene. Es un farolillo, el farolillo: indica, señala. Acércate, o no.

Considero que mucho de lo que “nos llega” o “nos viene” es heredado, aprendido, y probablemente, no digerido. Todavía me sorprendo en el metro inclinándome más a sentarme próximo al cuerpo blanco que en lugar de al negro.

Y lo mismo ocurre si me preguntan por la calle, o si me toca a mí preguntar. Guardo preferencias, preferencias imantadas –porque es como que tu cuerpo va directo al que cree similar– que no sé hasta qué punto son mías de verdad, incorporadas, o forman parte del subconsciente. Y esto es algo perverso que a menudo trato de deconstruir.

Cuando encontré este dibujo de mi infancia, una cena de Navidad multicultural, percibí muchas cosas que ya estaban cargadas en mi imaginario con apenas siete años. Todas las razas –negros, amarillos, blancos y rojos, que para mi eran TODAS– reunidas en el que es el encuentro blanco, el encuentro cristiano por excelencia, el gran festín convivencial invernal: la Navidad.

Una de ellas, la raza negra, de repente es un regalo, aparece ahí, sobresaliendo de la caja, y la caja está en el suelo. Es un bebé con chupete, se llama Pepe, ¿o es el regalo para Pepe?

Nadie le mira, todos parecen absortos comiendo el pollo mientras que Pepe parece reclamar nada, simplemente está ahí.

La objetualización o estetización del cuerpo es una constante en nuestra cultura contemporánea, de ahí que las imágenes o representaciones del mismo sean, sin lugar a dudas, uno de los territorios más evocadores de cara a intervenir en nuestra relación con ese al que aun a día de hoy seguimos llamando “otro”.